
Cuando somos humanos hemos de sentir la ausencia de cualquiera persona. Más aún cuando se trata de una persona querida: amiga, familia o aquella que por sus obras, aun cuando se tenga o no contacto personal, se ha ganado la estima. Y cuando ocurre, queda la melancolía rondando, o cierto desajuste emocional o incomodidad interior, o vacío, porque nos negamos admitirlo. O la pregunta rebelde por qué la ausencia. En síntesis, sentimientos que roban el sosiego al espíritu, y el alma no consigue su lugar. En lo interior sentimos que no es justo lo que sucede. Pensamos que es un signo de este tiempo donde la violencia ha fundado su reino: la ruptura de la vida es su hecho natural, sea cuál sea la causa, abierta o encubierta. Y testimonio son las cifras terribles de todos los días, llamémoslo los anónimos, que igual duele. Y también, las dos cercanas, recién ocurridas: la del amigo Orlando Leal, que a pesar de sus afanes por sanar hombres que lo buscaban en procura de un mejor vivir, no pudo el mismo salvarse, ni tampoco la ciencia médica tradicional. Y la de otro amigo, Otilio Galíndez, sorprendido en medio de la noche, pese a su canto y poesía. Poeta cantor de “pueblos tristes”, del amor imposible, y de alegrías para escapar de este tiempo hostil, y de la canción de cuna para que duerma el niño, y la del grito canto de su corazón contra la usurpación de la vida que por 5 siglos lleva Venezuela. ¿Y las pérdidas de Orlando y Otilio pueden semejarse a la de la cifra de todos los días, y a la de ayer, a esta vieja historia trágica? Lo dejamos a la reflexión. Solo sostenemos que en una sociedad donde en verdad viva el hombre para el hombre, no debe ocurrir ¿Y dónde está esa sociedad humana? También lo dejamos a la reflexión.