jueves, octubre 21, 2010

Isadora Duncan llama a otro vivir

Mnemosyne/
diosa de la memoria y madre de las 9 musas
Universo
Naturaleza
Humano
paraíso tejido por el átomo
en danza fulgurante
único para vivir
y todos somos sus hijos.
Y todo él está lleno de música
el viento
el mar
los astros y
la misma Tierra
son sus instrumentos y sus cantores
que por instantes nos traen “esa
música del país del alma”
como una propuesta de vida,
y es por eso que somos sorprendidos
unas veces nuestra alma cantando alegrías,
esperanzas, tristezas y sentires
y bajo su manto tejemos melancolías.


Y siempre anhelamos querer hacerlo
vivir en danza
hacer realidad el "espejo de agua" de Isadora
otra vida para un vivir verdadero.
Pero solo vivimos tiempos de guerras y oración
mientras esa "música del país del alma"
aguarda su turno para llamar a la vida.
Podemos hacerlo
y nuestra conciencia se hará canción cósmica
un vivir cósmico


El trabajo que a continuación publicamos
lo tomamos de http://www.embusteria.blogspot.com/
Domingo, octubre 17,2010-10-21


TU NOMBRE EN UN ESPEJO DE AGUA- CARTA A ISADORA DUNCAN




Nací a la orilla del mar.
Mi primera idea del movimiento
y de la danza me ha venido
seguramente del ritmo de las olas…
Isadora

Te encontré un día por azar, como se encuentran muchas de las cosas trascendentes. Un día en el que medía el fuego de los pájaros y la travesía de los rayos que dan de beber a las hojas. Una noche que me detuve a descifrar el viaje de las ondas luminosas desde la fogata del sol hasta los bosques de este planeta que resiste. Una tarde en la que, frente al mar, se desenvolvieron como en un delta inmenso todos los acordes que alguna vez había escuchado.

Perseguía el cometa que nunca aprendí a volar pero que dibujaba en el cielo una vorágine de movimientos. Iba tras un cangrejo que demarcaba su paso en un giro hacia atrás. Un mediodía en el que intentaba deletrear el misterio de las espigas que inundan la tierra con su danza interminable de susurros.

Te encontré mientras seguía la cambiante línea del horizonte sobre la metáfora de una tempestad. O en aquel amanecer en el que por primera vez me fue revelada la desmesura de un bajel de velas blancas, surcando los acantilados de un mar cuyo azul me escribió por vez primera tu nombre sobre un espejo de agua, una luna creciente o el hilo fosforescente de un cocuyo enamorado.

Me prendí de los pliegues de tu túnica, del color de tus ojos, del rumor que manaba de cada uno de tus dedos, en ascenso hacia el plexo solar del universo y supe que había llegado a una estación de la que nunca más partiría.

El movimiento de las olas, del viento,
de la tierra siempre
tiene la misma y eterna armonía


Busqué tus señas, indagué en tu historial de tiempo, hice el registro de tus andares, pero donde verdaderamente acampé fue en la volatilidad de tus pies descalzos trazando en el aire la respiración de un campo de hierbas o el susurro irefutable del mar. Entre tus manos la música adquiría una sonoridad inédita y en tus movimientos la armonía de la vida redefinía sus trayectos.

Parecías tan natural como una ola marina, una flor abriendo sus pétalos, una llovizna cayendo sobre verdes pastos, un tallo invocando la continuidad de la vida, el recinto de un suspiro o la residencia sonora de un jilguero. Trazabas arcos, espirales, como si pudieras hacer del viento un pincel que trazara en colores pasteles el derroche naranja de los atardeceres.

Lo que hacías, en verdad, era enhebrarle un adagio al movimiento natural y armónico de todo lo que vive. Lo reproducías y reinventabas en tu danza para que en su lenguaje pudiera comenzar a hacerse escritura del hombre.

Y en tí vi al pez mecerse en las aguas marinas, al colibrí enamorado del polen, al vuelo rítmico de los ganzos, el alborozo de los palomares, el allegro vivace de las mariposas, la risa de los niños cuando se despliega en sus párpados el asombro.

Y comencé a hurgar en tus propuestas, en ese arte de la danza que te dedicaste a explicar para dejarnos esa lección de vida que aún no aprendemos.

Tu visión, tu propuesta va mucho más allá del recinto del arte, va al centro del sentido más alto de lo vivo, reencuentra su dimensión esencial, rescata su sentido y lo reintegra como parte fundamental de un ser humano en libertad y en armonía con la naturaleza a la cual pertenece.


Si buscamos la verdadera fuente de la danza,
si vamos a la naturaleza, encontramos que
la danza del futuro es la danza del pasado, la danza
de la eternidad y ha sido y siempre será la misma.

No sé si alguna vez y en verdad te han entendido, Isadora. Tu propuesta está demasiado cargada de futuro para que los hombres de estos tiempos, tan domesticados y atados a todo tipo de cercas, seamos capaces de comprender la esencia de lo que dices. Como si hubieras podido desechar de golpe todo lo efímero y formal, todo lo accesorio e intrascendente de lo que estamos hechos.

Rompes los patrones de la vida que nos ha regido por milenios y devuelves lo humano al tiempo primigenio de un nacimiento que aún está en camino. Si aquel largo tránsito hasta erguirse vertical sobre horizontes que aún no vislumbraba y descubrir la magia incesante de unas manos humanamente móviles significó toda una evolucion de la especie, lo que tú ahora planteas, Isadora, es devolverle a la vida el ritmo vital que el tiempo de una historia ajena le arrebató a su cósmica condicion. Rescatar para los dedos la función de la caricia por encima de toda herida.

En otras palabras reencontrar el flujo del agua que nos recorre y trazar su cauce con las ondas del viento. Devolverle a la mirada su perspectiva de infinito. Y al cuerpo humano la movilidad de una gacela que en su armonioso tropel contiene toda la belleza de la danza, que aún el hombre no aprende a liberar.


La emoción no alcanza su momento de expresarse
a través de una acción que se apresura;
se madura primero, duerme como la vida en la semilla
y se desenvuelve despacio y con gentileza.

Desde los avatares de un destino insospechado, lograste encontrar en tu interior la clave en sol de una partitura aún no escrita que, sin embargo, deletreaste con tus movimientos, como una carta infinita de amor a la humanidad.

Y supiste desde un inicio que esa revelación de lo humano que buscabas, que define y precisa nuestra humana condición, estaba precisamente en la capacidad para ejercer una libertad que tiene como límites las propias leyes de la naturaleza, y como pentagrama el universo mismo del cual partimos y hacia donde vamos, en esta móvil y permanente transformación de los decibeles de los que estamos hechos.





Enseñemos primero a los niños a respirar,
vibrar, sentir e integrarse con la armonía general
y el movimiento de la naturaleza.
Primero produzcamos un hermoso ser humano,
un niño que danza.
SSabías que había que buscar en el niño la manifestación espontánea de esa fuerza vigorosa. Pero también estabas consciente de que en el mundo en el cual sobrevivimos hay que extraerla de las profundidades de los párpados que van descubriendo los milagros de todo lo que existe, del arpegio de la risa que brota sin razones de un corazón recién parido, de ese movimiento amoroso que acompaña las circunvalaciones del agua.

Lo supiste y lo viviste desde el movimiento primero de la vida brotando en tu interior como un vendaval de armonías. Dos hijos, un niño y una niña, que se hicieron continuidad de tu suspiro en sus risas en flor. Hasta la agonía interminable e infinita de ver sucumbir sus cantos en el cauce de un agua que no los aguardaba y que en su absurda y contradictoria insensatez, los tomó en su marejada hasta convertirlos en peces traviesos usurpando el vuelo de los pájaros, como colibríes marinos.

Nunca se iría de tí aquella imagen de sus rostros pegados del cristal del carruaje que los llevaba y que nunca los regresaría. Y sin embargo, de esa tristeza que se instaló como un silencio gigante en el curso lunar de tus imaginerías, brotó tu fuerza renovada para que ellos fueron la señal de los niños que soñabas, danzando el movimiento de la naturaleza, para rehacer este mundo deshecho.

Y así te fuiste a asentar tu escuela de danza, de vida, de futuro. Y lo hiciste en medio de un tiempo adverso, amotinado, dedicado a las tareas de destrucción que no a las de construcción. Tiempos de ‘postguerra’ que preludiaban los que habrían de venir. Sacudimientos históricos que ya transitaban con su carga de frustración y desenfreno.

Los griegos entendieron la continua belleza
de un movimiento que insurge, se esparce y concluye
con una promesa de renacimiento.

Ibas y venías de una Grecia antigua que no supo dejar sus frutos en las empalizadas florecidas sino en las instituciones hechas para deshacer los azules. Refutaste sin ser comprendida pero no cejaste en tu empeño por abordar la belleza que retrata la vida en el crisol de un escarabajo o la fiesta lúdica de un panal de abejas. Sabías que en todo niño se asentaba ese encantamiento y que bastaba dejarlo ser, con su carga de flor y de alas, para que el mundo girara sobre sí mismo y encontrara el rumbo que aún no ha tenido.

Te recostaste en las barbas frondosas, como nidos de aves, del viejo Walt Whitman quien en su propio universo dinamitaba la palabra como tú lo hacías con la danza, buscando el tiempo de vivir que no el verso, como tú, gigante del viento que amaina su recorrido sobre soliloquios de lluvias y estampidas de infinitos, para dibujarle al hombre la medida exacta de su recorrido, si alguna vez despierta a lo que en verdad tiene que ser.



La danza es el ritmo de todo lo que muere
para que pueda volver a nacer,
es el eterno amanecer del sol.
No sé, Isadora, si te comprendieron. Pero aquello de lo que tú hablabas, las lecciones de danza y de vida que dejaste enastadas en las comarcas del suspiro, tienen la vigencia de las constelaciones, el resplandor de los luceros del alba, el rumor sinfónico de los tejeritos. Y sólo aguarda su tiempo de derramarse como un río caudaloso sobre un océano de días, hasta instalarse al fin en el recinto de lo posible.

Y lo hiciste desde el dolor y la tristeza, desde los desencantos y la incomprensión de quienes no entendieron la estatura de tus brazos erguidos hasta la cima de un vivir resplandeciente. Se fugaron tus niños en el torbellino de aguas mansas, e hiciste tus hijos a los niños del mundo. Y a ellos legaste la fantasía imperiosa de tu danza.


No hay manera más simple y directa
para dar arte a la gente que transformar
sus propios hijos en vivientes obras de arte.
Y por ello, Isadora, dondequiera que un niño conjugue en brisa el verbo vivir, que columpie su risa en los engranajes de las nubes y respire mar adentro su pertinencia de pez, estarás tú con tus brazos extendidos, tus pies descalzos y tu rostro amoroso, señalando el porvenir. Aunque te hayas ido tú misma, en el movimiento rítmico de un telar que giró de improviso sobre tus lágrimas, para que al fin pudieses ir al encuentro de tus caballitos de agua y cabalgar desde los astros una danza cósmica y eterna.

Y te digo, Isadora, en estos tiempos, cada vez más llenos de dolor, marcados por el terror y la angustia, por el monótono tableteo de las máquinas de muerte, por la propia convicción de un hombre que no sabe de su destino y de su propia condición, tomamos tu mensaje que hace de los movimientos que se vuelven niños, el propio acercamiento a los dioses que han venido a estas tierras a decirnos que es la hora de comenzar el vaivén sin fin del amor, para que, hasta el propio cielo lleguen los pasos de tus amaneceres, tejidos en danza y sonido por la humanidad que alguna vez será.
mery sananes
septiembre 2010


Publicado en Media Isla
el 16 de octubre del 2010